DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS.

           193 asesinados sin un juicio justo, 193 inocentes que se convirtieron en víctimas propiciatorias, 193 personas que se convirtieron en un Isaac, ahora sí, sacrificado por Abraham que no escuchó la voz del Ángel.

                Un juicio teatral, con procedimientos irregulares, con testigos falsos, con pruebas destruidas, con las cloacas del Estado envueltas en él, con versiones variables cada 5 minutos, una resolución sacada de los cuentos de las mil y una noches. Un juicio que fue el preámbulo de la nueva escena que iba a comenzar en el tablao político de este país.

                Entró en escena, cual Mayor T.J. “King Kong” en la película “Teléfono rojo. Volamos hacia Moscú” cabalgando una bomba nuclear,  José Luís R. Zapatero haciéndolo sobre los trenes destrozados de Madrid. Nuestra democracia recibió la primera estocada en aquella jornada de reflexión violada, en unas elecciones adulteradas que debían haber sido pospuestas. Ese día, los pirómanos consiguieron encender por fin la llama que llevaban meses intentando inflamar en las calles. Apelaron a las entrañas del ser humano, a su sentimiento más visceral, y sobre ellas construyeron su doctrina política.

                La corrección política progre tomó desde entonces el poder en nuestras mentes, en nuestros diálogos, en nuestros discursos, y entonces descubrimos que lo realmente demócrata, tolerante, indulgente, es someter nuestra libertad democrática a una bota autoritaria que nos diga qué podemos hablar, escribir o pensar. Ellos te dictan qué NO puedes decir para ser totalmente libre. Que paradoja ¿verdad?.

                Todo parecía darse la vuelta como un calcetín. Se produjo un cambio de régimen, paulatino, de a poquillo a poco, sin estridencias. Y desde entonces esta nación se convirtió en algo discutido y discutible, en algo etéreo que podía moldearse a gusto del contador de nubes que hubiese en Moncloa en ese momento. Incluso podría desmembrarse si fuese necesario. Se le daba estatus de lengua oficial y obligatoria, incluso, a cualquier jerigonza de algún valle pirenaico perdido. La enseña nacional se convertía en un trapo. El himno en una pachanga cutre fachosa. Los protocolos diplomáticos en algo secundario. La biología en un constructo del hetero-patriarcado. El cambio climático en un dogma de fe. La Agenda 2030 en un catecismo. La propiedad privada en algo tenue, impalpable, algo que se podía asaltar. Las herencias en una carga. Todo al servicio de un cambio de régimen. Todo para rematar una Transición y una Constitución que estorban para implantar el nuevo autoritarismo del siglo XXI. El Comunismo capitalista (otra paradoja).

                Todo esto aderezado por un vulgo, una plebe, una infantería de a pie, analfabeta e iletrada, que se preocupa más por si Pepita se acuesta con Juanito, o su equipo de futbol ha subido a tercera regional. Una masa que olvida a 193 de sus congéneres, curritos como ellos mismos. Los olvidan como a Miguel Ángel Blanco. Los olvidan como a las víctimas que se echan a un lado después de haberlas sacrificado a los nuevos dioses y ya no sirven de nada. Se han convertido en despojos que van camino del muladar.

                No hay mejor esclavo que el que no sabe que lo es. Esclavo que se inviste en defensor de una libertad que no posee.

Cicerón el Escéptico



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